martes, 29 de enero de 2008

Vale un Potosí



Llegué a Potosí desde Villazón, en uno de los viajes más baqueteados que hice. La combi tardó más de ocho horas en hacer los trescientos kilómetros que separan a la frontera de Potosí. Por horas, el camino es el lecho seco de un río, y recién llegando a la ciudad hay asfalto. Cuando estuve en Jujuy me reí del apunamiento, pero acá se desquitó de mi falta de respeto: a poco de bajar del ómnibus, se apoderó de mí la sensación que se tiene cuando se corre sin entrenamiento: falta de aire; dolor en las articulaciones; dolor de cabeza muy fuerte. También es como la resaca de una borrachera padre. La ciudad es un caótico laberinto de callejuelas coloniales donde los autos y los peatones juegan un juego donde me sorprendió no ver morir a nadie. "Ya nos conocemos", dicen.
Fui a la casa de moneda, un complejo de una manzana des siglo xvii donde se ve lo que representó este lugar para la corona Española; más de trescientas salas con techos altísimos de arco de ladrillo, llenas de tres siglos de historia, cuadros, plata, maquinarias, etc. La colección de óleos impresiona por la conservación a pesar de que no han sido restaurados; atribuyen esto al clima Potosino. Las laminadoras del siglo xvii movidas por cabrestantes que están en el piso de abajo hacen fácil imaginarse a los esclavos que según es fama ponían a empujar cuando se quedaban sin mulas. Ahora Bolivia manda a acuñar sus monedas a Europa.
Me gustaría extenderme un poco más pero estoy en un cyber que no tiene nada que envidiarle a los porteños: estos teclados aborrecibles... pero vengo de las minas y tenía que escribir unas líneas sobre ellas. Por 70 bolivianos, unos 30 pesos, nos subieron a una combi que nos llevó al Calvario, el barrio minero. Allí Pastor, el guía, compró en un almacén cosas para los obreros de la mina: coca, cigarrillos, dinamita y detonadores. Cualquiera que tenga quince bolivianos puede comprar cartuchos de dinamita, hasta un niño de siete años; de hecho cada minero debe llevar sus materiales de trabajo. Luego nos llevaron a un local de la cooperativa minera donde nos dieron un mameluco azul, botas, casco y lámpara. De allí a la mina.
El cerro Rico es un cono gigante lleno de agujeros y huellas de camiones. A esta altura debe tener la consistencia de un queso gruyere: la pila de mineral de descarte que viene acrecentándose desde que se explota la mina, en 1544, , tiene la mitad de la altura del cerro. Entramos a una galería irregular de un poco más de un metro de ancho y dos de alto con el agua hasta los tobillos. nos cruzamos dos veces con mineros que empujan las zorras con una tonelada de mineral. "Éstos son los más jóvenes, los más forzuditos", contó el guía: catorce a diecisiete años. Dentro de la mina hay un altar al Inca, otro al Tío de la Mina, y varias escenificaciones de Pizarro y otros conquistadores, armados en colaboración entre las agencias de turismo y la cooperativa. Los mineros les hacen ofrendas al Inca y al Tío; dentro de lamina no hay religión, sólo se venera al Tío. Su efigie, de tamaño natural, se encuentra en un recodo de una galería. La oscuridad es absoluta, sólo la luz débil de las linternas ilumina los túneles, y a esa luz se vislumbra un monstruo sentado ataviado con telas andinas, cubierto de hojas de coca, botellitas de alcohol y cigarrillos. Con los brazos abiertos, parece ofrecer su gran falo de arcilla, un símbolo de fertilidad. A mi turno, le rendí mi respeto, dándole coca y cigarrillo.
Tuvimos que pasar por lugares bravos, en los que un tablón resbaloso de barro salvaba precariamente un abismo que sobrepasaba el alcance de las linternas; otros donde había que pasar a la rastra por la baja altura de la galería. Nunca tuve miedo pero pensaba en gente medio claustrofóbica que conozco y que hubiera abandonado a los pocos metros.
A la vuelta, al dejar el equipo, olvidé mi cámara de fotos. Lo supe al terminar el tour, en la plaza central. Olvidé el apunamiento y llegué al hospedaje corriendo, ya que allí había contratado la excursión. Diligentemente la señora del hostel se comunicó con la agencia; otra vez corriendo, salvé las ocho cuadras hasta la agencia y allí me encontré con Pastor, con el que fuimos de nuevo al depósito de equipos: ¡la cámara estaba, muertita de risa en un banco! Le regalé a Pastor unos binoculares de viaje muy coquetos que compré en Buenos Aires antes de viajar: se merecía eso y más.
Espero seguir estas crónicas de viaje siempre y cuando los teclados no se retoben. Mañana a la noche salgo para Oruro y su carnaval.

1 comentario:

Unknown dijo...

Hola Toti, la verdad que te envidio sanamente, sobre todo la parte que decis: "estoy entero y feliz"
Me gusto mucho ver las fotos y tus comentarios pero siempre es mas lindo el escucharte...
muchos besos