miércoles, 9 de abril de 2008

Viernes a la noche




El cartón está haciendo lo que le toca: las luces de Rivadavia se rajan en la noche como astilladas; la pupila al mango; la emoción que seguirá creciendo toda la noche, como si la perilla del volumen no tuviera tope y girara enloquecida en una espiral ascendente infinita.
El gordo de la puerta cobra entrada a cara de perro; entramos sin hacer cola ni pagar. Trato de no ser el primero ni el último en ingresar; todavía me cuesta acostumbrarme a no ser punto siempre. Mi estado de emoción a flor de piel me hace esperar involuntariamente una mano en el hombro, la temida pregunta “¿dónde creés que vas?”. Obviamente, ello no sucede. Subimos al salón; sobre el tablado está tocando un trío que mete mucha bulla. Están tocando el último tema; terminan cuando estamos acomodándonos. Rorri, irónicamente, dice “¡qué pena...!”, con los ojos risueños, inofensivamente malignos.
Pasamos al balcón donde un habano es sacrificado; varios de los habitués del bar se acercan como indios: se vienen al humo. La conversación tiene un extraño equilibrio: la incoherencia está presente pero su influencia le da mayor trascendentalidad a la charla. Todos sabemos de lo que hablamos, y entendemos lo que nos quieren decir antes de que lo digan.
En un rato toca la banda; nos acomodamos por ahí después de pasar por la barra a por cervezas. La línea del fondo, frente al tablado y contra la pared, tiene una vibración suave de alga submarina. Somos nosotros, que ya nos dejamos llevar por el oleaje que tiene la atmósfera, producido por la música y las luces.
Sale el cuarteto y comienza el rock & roll. Es ni más ni menos que eso: una bizarra combinación donde al batero casi no lo veo, el bajista tiene pinta de alterno, la segunda guitarra es un gordito con aspecto de estudiante de derecho y el vocalista-primera guitarra merece una descripción especial: sombrero stetson, pelos largos, anteojos rayban, chaleco de cuero, botas texanas. Para no regalarle una comparación favorable, comento su parecido pero con Enrique Bunburi. “Morrison, Bunburi y Chupete, un solo corazón”, acota Mendi. En verdad, todos están sorprendidos por la transformación del mencionado Chupete, al que conocí la vez anterior que fui al bar; me comentan que es un tipo sanísimo, deportista; a su estampa actual de rockstar no la pueden acreditar todavía. Hago notar el importante detalle de la altura a la que tiene colgada la guitarra: el mástil sale proyectado justo de la zona genital, lo que junto con la altura más bien baja del micrófono, lo hace agacharse y contornearse en forma muy sensual, o al menos ésa puede ser alguna justificación.
El baterista ha roto un parche antes de comenzar, en la prueba de sonido. El repertorio en el que mezclan covers con temas propios incluye temas de Creedence, los Guns y otras bandas de rock; en medio de un tema de los maravillosos Travelling Wilburys, “Handle With Care”, realmente un hitazo, se corta la luz del escenario. Parece que la cosa viene medio accidentada. Ya subido a una tabla de surf química, flasheo con la música que sigue iluminando la oscuridad: durante varios minutos en los que no aciertan a encontrar el desperfecto, cierran el recital a oscuras con “Born to be Wild”, coreado por toda la concurrencia.
A partir de ese momento, se cierra el bar y sólo los VIP quedamos adentro. La emoción sigue en aumento; todo el mundo con una sonrisa de absoluta felicidad, deambula entre abrazos, risas y bailecitos. Nadie puede quedarse quieto. Frankenstein baila, con pasos cortitos y una sonrisita cucurucho, con la tetona barwoman. Yo hablo de cine con el bajista de la banda, psicólogo y cinéfilo. Nos afirmamos uno al otro que las películas de Takashi Miike son lo mejor de lo mejor. La Rorri desapareció: en algún momento se fue sin saludar. Mendi pide a cada rato más habanos, en virtud de que se está quedando “demasiado careta”. La Barfli me muestra sus dibujos; son muy buenos y se lo digo, aunque en el estado en el que me encuentro podría no ser tan así. Todo fluye, pero como a presión; casi alcanzan a notarse la burbujas que circulan a le velocidad de la luz, arrastradas por la atmósfera, que está siendo inyectada a través de orificios diminutos que flotan en el espacio cada tantos metros. El crescendo no impide que me vea obligado a sentarme: estuve de pie, sin quedarme quieto, desde hace horas. El de las compus se despide, dice que se va a América. Hay gente que comienza a retirarse: son las seis y media. Claro, ya era hora. Se prepara otro habano más para la despedida. Yo no puedo creer que necesite drogarme más; como si no hubiera un tope en los receptores del cerebro, le introduzco más humo, más cerveza. Ya pasó el instante en el que parece que algo va a suceder: como si realmente el ácido abriera las puertas del cielo, en el pico, o en uno de ellos, todo se eriza en un conato de revelación epifánica que estalla en sensaciones muy intensas pero que se desvanecen al poco tiempo.
Un taxi me lleva con el último resto hasta mi casa: el encontronazo con el día me aplaca bastante y me hace notar todo el alcohol que tomé. Soy un producto de esta sociedad, me digo, viéndome desde afuera del taxi, pálido, ojeroso -aunque eso no se nota por las gafas-, callado y quietito. Me acuesto apenas llego y cruzo la puerta.
A las dos de la tarde un dolor increíble se filtra a través de mi sueño. Algo está destrozándome la pierna izquierda. Aún dormido, grito; alcanzo a despertar y entender que un calambre me está doblando la pierna en un ángulo imposible. El gato me mira desde un rincón, curioso, seguramente debido a mis gritos. Como puedo, me estiro el músculo agarrándome el pie con la mano; el dolor comienza a ceder pero la pantorrilla me queda como lastimada. En la casa de los vecinos de abajo ya está sonando la cumbia. Timbo, el gato, tiene que comer; sus arrumacos falsos son esos con los que me indica que tiene hambre. Me levanto, le lleno la escudilla con balanceado y comienzo a prepararme una jarra de café.

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